Una armada turca comandada por el general Azumk fluye por la conexión que se hace en Pantitlan de las líneas cinco, A, y nueve. Veintidós mil hombres armados entregarán su vida para neutralizar la amenaza generada por los japoneses, que, bajo el dominio del general Kenji, controlan gran parte de la periferia del estado de México desde el recién conquistado terreno de Los Reyes. Los turcos no se pueden dar el lujo de quebrar las leyes de transito y guerra establecidas entre los países del bloque americano; por tal razón harán el viaje por el metro férreo que se levanta como la columna vertebral de la calzada Ignacio Zaragoza. Dentro de las regulaciones, cualquier ejercito, armada, legión, o guerrilla, tiene la obligación de no entorpecer las comunicaciones ni las actividades comerciales; la sanción se castiga con severas represalias territoriales y económicas. El primer grupo de turcos aborda el tren, cuidando no entorpecer el cierre de puertas. La logística de Azumk funciona a la perfección pues ya ha pasado la hora pico. El general guía la vanguardia desde el segundo vagón, doscientas personas por cada uno y mil en el tren entero. Ocho estaciones. Un joven sube al vagón de mando con un discman en la mano y una bocina de sonidero en el pecho; los hombres turcos resienten el primer golpe de la economía informal de la Ciudad de México, quedan con los oídos llenos de zumbidos y acordes estridentes de reggaetón y rock urbano, la cordura los ignora y se genera un pánico que termina en un sopor generalizado. Unos minutos después marchan hacía los torniquetes de salida, Amzuk le pide a los sargentos que contabilicen las bajas ocurridas en el trayecto. Fueron cien debidas a la parálisis mental, veinte suicidios y otros cien con severos, e irreversibles, daños en los tímpanos. Marchan hacía la salida norte, afuera deberían estar las defensas japonesas, pero en su lugar hay una barricada de microbuses, puestos de ce des y comida mexicana rica en grasas bloqueando el paso. Amzuk pagará caro ese error, el tiempo es precioso, y por equivocarse de estación (descargó a su compañía en Santa Martha) perderá el elemento sorpresa que podría inclinar la batalla a favor de los Turcos.
Sin líder visible y, por consecuencia, en total desorganización, el grueso de la armada se mueve como un país de proletarios, lenta y previsiblemente. Las flechas japonesas perforan miles de cráneos y costillas turcas, otros miles corren despavoridos hacía La Paz en busca de asilo. Unas horas más tarde el cuerpo de batalla se reduce a menos de un cuarto de número original. A media noche llega por el oeste un contingente de chimecos y algunos camiones de la ADO con lo que era el primer frente. Amzuk tiene los ojos inyectados en rojo por la ira de sus dioses y las partículas de plomo que vuelan impunemente por el aire. Si por salvar a mi pueblo tengo que sacrificar mis ojos, juro que no extrañaré ninguna estela de luz. Retroceden a descansar entre Los Reyes y Santa Martha. Los tenientes restantes deciden hablar con él y presentar las únicas posibilidades.
Antes del amanecer el clima no es tan frío como en las montañas, hay una niebla de azufre y desperdicios de comida alrededor del campamento. La ciudad termina su corto descanso y vuelve a retorcerse las tripas como cada mañana. Amzuk decide llevar a sus hombres a una muerte segura. El sitio a Los Reyes parece la mejor estrategia, pero su orgullo no permitiría mirar de frente a ninguna deidad de su cultura. Allá, del otro lado del cerro, miles de japoneses afilan sus katanas y flechas; esperan con su ambiguo honor entre las manos, lo único que les pertenece. Los escudos chocan al igual que las bujías y pistones de los automóviles que circundan a la restante ofensiva turca. Los curiosos asoman las cabezas por las minúsculas ventanas del metro. En la cima de un montículo, Amzuk espera a que los primeros rayos rojizos se impacten en su armadura cromada. Un diluvio de flechas cae sobre el mercado de los miércoles. Cuando los japoneses recargan sus arcos Amzuk corre como perro hambriento, enseña sus colmillos, afila las garras, grita: pinches putos ya valieron verga.
El general turco merece la carnicería que está sufriendo su pueblo. La soberbia enveneno su capacidad de mando, por eso merece ser sepultado entre miles de ce des, de ve des piratas y mercancía de contrabando.
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