Nos está llevando la chingada. Los senadores se pasean en el borde del cinismo, los diputados, ni que decir de su ineptitud. Los gobernantes y candidatos copulan con la mantis religiosa de la televisión. Retrocedemos y entregamos control absoluto a los dominadores por excelencia del pueblo mexicano; bueno, nosotros no, pero nuestro silencio nos pone una soga muy áspera en el cuello. En la televisión no se habla de aquello que en estos momentos tiene la categoría mas alta de censura; podemos escuchar que en la radio solo unas cuantas voces de protesta (http://www.eluniversal.com.mx/graficos/audiovideo/imer01.mp3) se pierden entre canciones populares, programas esotéricos, segmentos deportivos, reportes del tráfico y spots, muchos spots. Algunos periódicos -tan queridos por el pueblo- tratan de pronosticar lo que nos espera. La comunidad intelectual reprueba la nueva ley, los medios independientes no pueden conciliar el sueño y escriben su carta de suicidio, unas cuantas centenas de hombres protestan sobre la avenida Reforma, estudiantes paralizan el transporte público y conminan a una huelga general en Paris, en México un ejecutivo de televisa festeja en un table. El panorama es desalentador con tanta hipocresía saliendo a raudales de la torre del caballito, pareciese que la democracia (doctrina política favorable a la intervención del pueblo en el gobierno), palabra tan de moda en la élite política, se corta las venas para derramar lo poco que le queda sobre la plutocracia (preponderancia de los ricos en el gobierno del estado). Carajo.
Si usted llegó a esta parte del texto, por favor, piquele abajito.
http://www.jornada.unam.mx/2006/03/29/010n1pol.php
30.3.06
28.3.06
Hoy habrá un eclipse total de sol que sólo se podrá observar desde el cono sur del planeta. Un fenómeno exclusivo de los moradores del mundo subdesarrollado, económica y tecnológicamente, pero muy eficiente en la multiplicación de sus habitantes. Los gobiernos han conminado a su pueblo a no mirar directamente al cielo, ni mucho menos al norte. Las mujeres embarazadas serán protegidas con toda clase de remedios ancestrales, amuletos de plata, ojos de venado, cintas de color rojo. En los zoológicos los animales se irán a dormir, y en las casas la televisión transmitirá (en directo y sin efectos secundarios a corto plazo) el gracioso jugueteo del sol y la luna.
En México se dotará con mayores recursos al cuarto poder. Unos cuantos senadores utilizarán las facultades otorgadas por una población analfabeta y carente de autocrítica para alimentar al insaciable monstruo de la televisión. Lo gracioso del asunto es que todavía estoy indignado con tal cinismo, y si estoy indignado es por que espero no se cometa tal barbaridad. Si, aun creo que el poder representado por los senadores tiene una pequeña, muy pequeña, cantidad de cordura. Lo sé, merezco un insulto.
En México se dotará con mayores recursos al cuarto poder. Unos cuantos senadores utilizarán las facultades otorgadas por una población analfabeta y carente de autocrítica para alimentar al insaciable monstruo de la televisión. Lo gracioso del asunto es que todavía estoy indignado con tal cinismo, y si estoy indignado es por que espero no se cometa tal barbaridad. Si, aun creo que el poder representado por los senadores tiene una pequeña, muy pequeña, cantidad de cordura. Lo sé, merezco un insulto.
18.3.06
Caminaba rumbo a mi casa. Bajando las escaleras del metro, lo que empecé a oír no fueron toscos compases de banda o simples chiflidos de salsa, el hombre de los periódicos recogía su puesto ambientado por el jazz que salía de un diminuto radio con una bocina, sonido monoaural. Imagine la dicha de escuchar solo los tonos del saxofón; sin los ecos de cientos de pisadas, y sin el aguerrido puesto de ce des piratas de su costado. Que momento más dichoso, ya cerca de las veinticuatro horas en los relojes de la Ciudad de México. No era el final de la jornada lo que conminaba a la celebración. El rostro tranquilo era de la satisfacción, el gozo que provenía de un pequeño cuadrado gris.
La noche nos había cobijado con vientos inofensivos; la población roncaba, comía, o fornicaba como bestia; una radio sintonizaba horizonte. Pasé moviendo mi dedo índice al ritmo de los platillos, ja, al final ganamos.
La noche nos había cobijado con vientos inofensivos; la población roncaba, comía, o fornicaba como bestia; una radio sintonizaba horizonte. Pasé moviendo mi dedo índice al ritmo de los platillos, ja, al final ganamos.
14.3.06
El dios del internet va a ir a cobrarte todos los caritativos correos electrónicos que no reenviaste. Y cuando necesites un riñón, él se va a burlar de ti, va a impedir que llegues a esa persona moribunda que checa su correo cada noche desde el hospital. Vas a estar perdido por que nunca encontrarás el amor, tu progenie desaparecerá, y todo por no tomarte el tiempo de continuar un acto de fe, por que eso es, así, no importando lo estúpido que parezca. Si, sé que la fe es una cosa estúpida; pero muchas personas viven y matan por ella. Y yo moriré por el yugo de un dios todopoderoso, único maestro de los bits y señales discretas reproducidas alrededor de la tierra y fuera de ella, Oh! karma virtual, no desquites tu venganza en este pobre e insignificante humano que solo quiere aprender cosas que a nadie importan.
12.3.06
Sus ojos embarrados en maquillaje negro me hacían pensar en sus piernas desnudas. A nada podía prestar atención. Iba de una extremidad a su estomago, y de vuelta pasando por uno de sus senos. Tenía una cintilla en la cabeza, pero no recuerdo su color, ni si brillaba. Ella descansaba sobre la cama de un hotel con tarifas que cuentan más los minutos que las horas. Los codos apoyados en las almohadas, las muñecas sosteniendo la quijada. Viajé por la blancura su piel para esconder debajo de sus poros mis inútiles deseos. Pasó que se quedo dormida entre bostezos. Su falda de mezclilla estaba atorada a mitad de la cadera. Era cierto, todo estaba inconcluso, ella no tenía la experiencia para terminar su trabajo, yo era muy imbécil, no podía dejar de imaginar lo que me esperaba debajo del algodón azul. Respetaba las ropas pegadas a la piel, por eso era imposible desmembrar a tan hermoso reptil, sería como equipararlo a una cartera de cocodrilo. Duerme maldita que tienes a la humanidad babeando por tu falda y rumiando tus pies. La noche llegó con un golpeteo en la puerta. Era el anfitrión tatuado que me avisaba la hora de cambio de turno. En media hora tendrá que pagar toda la noche, dijo. Durante toda mi vida me había molestado dormir acompañado, o con la zozobra de que en la mañana algún ser viviente necesitara de mi presencia. Abrí la ventana pensando en los millones de idiotas que, como yo, colmaban sus vacíos con imágenes perfectas y relaciones estériles. Soñé que me la cogía. Empezaba trazando una nueva capa de saliva en su piel, la teñía de color café, después, en el clímax de nuestros encuentros, ella me decía su verdadero nombre. No lo recuerdo, pero fue como el punto final de nuestro idilio, por que se vistió muy apresuradamente, como queriendo olvidar su falta de profesionalismo. Agarro de la mesa el billete rojo, le hizo forma de piedra y lo aventó su bolso. Chao nene. Desperté en medio de sabanas mojadas de vómitos y pasiones derramadas preguntándome su nombre. El billete se había esfumado. Se llamaba Clara.
11.3.06
Una armada turca comandada por el general Azumk fluye por la conexión que se hace en Pantitlan de las líneas cinco, A, y nueve. Veintidós mil hombres armados entregarán su vida para neutralizar la amenaza generada por los japoneses, que, bajo el dominio del general Kenji, controlan gran parte de la periferia del estado de México desde el recién conquistado terreno de Los Reyes. Los turcos no se pueden dar el lujo de quebrar las leyes de transito y guerra establecidas entre los países del bloque americano; por tal razón harán el viaje por el metro férreo que se levanta como la columna vertebral de la calzada Ignacio Zaragoza. Dentro de las regulaciones, cualquier ejercito, armada, legión, o guerrilla, tiene la obligación de no entorpecer las comunicaciones ni las actividades comerciales; la sanción se castiga con severas represalias territoriales y económicas. El primer grupo de turcos aborda el tren, cuidando no entorpecer el cierre de puertas. La logística de Azumk funciona a la perfección pues ya ha pasado la hora pico. El general guía la vanguardia desde el segundo vagón, doscientas personas por cada uno y mil en el tren entero. Ocho estaciones. Un joven sube al vagón de mando con un discman en la mano y una bocina de sonidero en el pecho; los hombres turcos resienten el primer golpe de la economía informal de la Ciudad de México, quedan con los oídos llenos de zumbidos y acordes estridentes de reggaetón y rock urbano, la cordura los ignora y se genera un pánico que termina en un sopor generalizado. Unos minutos después marchan hacía los torniquetes de salida, Amzuk le pide a los sargentos que contabilicen las bajas ocurridas en el trayecto. Fueron cien debidas a la parálisis mental, veinte suicidios y otros cien con severos, e irreversibles, daños en los tímpanos. Marchan hacía la salida norte, afuera deberían estar las defensas japonesas, pero en su lugar hay una barricada de microbuses, puestos de ce des y comida mexicana rica en grasas bloqueando el paso. Amzuk pagará caro ese error, el tiempo es precioso, y por equivocarse de estación (descargó a su compañía en Santa Martha) perderá el elemento sorpresa que podría inclinar la batalla a favor de los Turcos.
Sin líder visible y, por consecuencia, en total desorganización, el grueso de la armada se mueve como un país de proletarios, lenta y previsiblemente. Las flechas japonesas perforan miles de cráneos y costillas turcas, otros miles corren despavoridos hacía La Paz en busca de asilo. Unas horas más tarde el cuerpo de batalla se reduce a menos de un cuarto de número original. A media noche llega por el oeste un contingente de chimecos y algunos camiones de la ADO con lo que era el primer frente. Amzuk tiene los ojos inyectados en rojo por la ira de sus dioses y las partículas de plomo que vuelan impunemente por el aire. Si por salvar a mi pueblo tengo que sacrificar mis ojos, juro que no extrañaré ninguna estela de luz. Retroceden a descansar entre Los Reyes y Santa Martha. Los tenientes restantes deciden hablar con él y presentar las únicas posibilidades.
Antes del amanecer el clima no es tan frío como en las montañas, hay una niebla de azufre y desperdicios de comida alrededor del campamento. La ciudad termina su corto descanso y vuelve a retorcerse las tripas como cada mañana. Amzuk decide llevar a sus hombres a una muerte segura. El sitio a Los Reyes parece la mejor estrategia, pero su orgullo no permitiría mirar de frente a ninguna deidad de su cultura. Allá, del otro lado del cerro, miles de japoneses afilan sus katanas y flechas; esperan con su ambiguo honor entre las manos, lo único que les pertenece. Los escudos chocan al igual que las bujías y pistones de los automóviles que circundan a la restante ofensiva turca. Los curiosos asoman las cabezas por las minúsculas ventanas del metro. En la cima de un montículo, Amzuk espera a que los primeros rayos rojizos se impacten en su armadura cromada. Un diluvio de flechas cae sobre el mercado de los miércoles. Cuando los japoneses recargan sus arcos Amzuk corre como perro hambriento, enseña sus colmillos, afila las garras, grita: pinches putos ya valieron verga.
El general turco merece la carnicería que está sufriendo su pueblo. La soberbia enveneno su capacidad de mando, por eso merece ser sepultado entre miles de ce des, de ve des piratas y mercancía de contrabando.
Sin líder visible y, por consecuencia, en total desorganización, el grueso de la armada se mueve como un país de proletarios, lenta y previsiblemente. Las flechas japonesas perforan miles de cráneos y costillas turcas, otros miles corren despavoridos hacía La Paz en busca de asilo. Unas horas más tarde el cuerpo de batalla se reduce a menos de un cuarto de número original. A media noche llega por el oeste un contingente de chimecos y algunos camiones de la ADO con lo que era el primer frente. Amzuk tiene los ojos inyectados en rojo por la ira de sus dioses y las partículas de plomo que vuelan impunemente por el aire. Si por salvar a mi pueblo tengo que sacrificar mis ojos, juro que no extrañaré ninguna estela de luz. Retroceden a descansar entre Los Reyes y Santa Martha. Los tenientes restantes deciden hablar con él y presentar las únicas posibilidades.
Antes del amanecer el clima no es tan frío como en las montañas, hay una niebla de azufre y desperdicios de comida alrededor del campamento. La ciudad termina su corto descanso y vuelve a retorcerse las tripas como cada mañana. Amzuk decide llevar a sus hombres a una muerte segura. El sitio a Los Reyes parece la mejor estrategia, pero su orgullo no permitiría mirar de frente a ninguna deidad de su cultura. Allá, del otro lado del cerro, miles de japoneses afilan sus katanas y flechas; esperan con su ambiguo honor entre las manos, lo único que les pertenece. Los escudos chocan al igual que las bujías y pistones de los automóviles que circundan a la restante ofensiva turca. Los curiosos asoman las cabezas por las minúsculas ventanas del metro. En la cima de un montículo, Amzuk espera a que los primeros rayos rojizos se impacten en su armadura cromada. Un diluvio de flechas cae sobre el mercado de los miércoles. Cuando los japoneses recargan sus arcos Amzuk corre como perro hambriento, enseña sus colmillos, afila las garras, grita: pinches putos ya valieron verga.
El general turco merece la carnicería que está sufriendo su pueblo. La soberbia enveneno su capacidad de mando, por eso merece ser sepultado entre miles de ce des, de ve des piratas y mercancía de contrabando.
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