16.12.05

Parte uno

Todo empieza así, con la blancura de un recién nacido. Era de noche y en mi bolsillo tenía un par de monedas junto a los restos de un foquito. Me levanté intentando quitarme de encima los restos de hojas enterradas entre mi poco cabello. Una motocicleta se metió en lo mas hondo de mis oídos, ¿debía de hacer algo? Unas horas después aun estaba petrificado junto a un banco verde, metálico; niñas y niños curioseaban en mi cara, sus madres aceleraban el paso. ¿Qué era aquello que picaba dentro de mi camisa? Tal vez la conciencia o alguna simulación de culpa se hacia paso por entre mi piel, no se si ya iba de salida o apenas encontraba un lugar en donde se alimentaría por unas cuantas semanas, las suficientes antes de ahogarse en alcohol o de morir de hambre a causa de mi abulia. De cualquier forma siempre despertaba con la sensación de perder tiempo valioso, no para mí, sino, para los demás, a los que todavía conversaban conmigo en los encuentros incidentales. Sí plasmáramos en una hoja los nombres de aquellas personas sería mas fácil encontrar el nombre que en algunas horas saldrá de ella. Saqué del otro bolsillo una pluma, lo único que conservo de mis veinte años. En esos años fingía no tener ganas de la vida, que imbecil, me acababa aquellos saludables años en parecer un hombre desatado del mundo y sus cadenas, ja, bastante me tardé en comprender que me sentía desatado de él por que mis venas ya eran dependientes a esta redonda complejidad. En una hoja de periódico apunté cinco líneas; dos eran de mis antiguas mujeres, dos eran los amigos de hace una década y el otro, que sobresalía por un repentino temblor de manos, era de una joven. Cecilia me contactó por vez primera a través de una carta. Yo había puesto el anuncio clasificado de varios libros, un buró y algunos acetatos que mi tío dejo después de morir. Me interesa tu disco de Schubert –decía en una caligrafía torpe pero vigorosa-, solo puedo ofrecerte cincuenta pesos y una cena en la casa de mi abuela; con respecto a tus libros, bueno, suerte con ellos. Los libros eran unos títulos despreciables que me dejo la mujer que se llevo mis veintiuno, veintidós y veintitrés años, terminaron en la casa de un burócrata que conocí en un billar de la colonia doctores. Convenimos la cita, y en la noche de un sábado estábamos tres personas de diferentes generaciones alrededor de una mesa de madera protegida de las manchas por un mantel estampado de símbolos patrios. Mi mirada era esclava de un itinerario: el cabello voluminoso, castaño y de movimientos ajenos a Cecilia, la comida marrón que tenia entre un tenedor de madera y la escupidera de plata, acompañante del plato de la abuela; la escupidera me causaba una inmensa envidia, tal vez con ese artilugio mi casa no tendría tantas manchas en el piso. No se habló de política ni de espectáculos, no estábamos sujetos a la información del periódico o cualquier otro medio informativo, podíamos hablar de complicaciones mas cotidianas: la dentadura gastada de la abuela, la miserable beca de Cecilia, o la añoranza que las dos tenían en Schubert. Cuando mi padre aun vivía traía mujeres ojerosas a su cuarto; las dos –Cecilia y su abuela- sabíamos que cuando la aguja del tocadiscos interpretaba las primeras notas del Divertimiento a la húngara nadie debía hablar, solo estaban permitido la respiración, el jadeo. De tanta animosidad y sinceridad lo que pude decirles fue que tenía veintiséis años y me parecía que detrás de cada día se agrandaba el hoyo de mi existencia, pero no sabía si estaba fuera de él, justo en la orilla, o ya veía las cosas desde otro circulo del inframundo. La abuela me lanzó una tierna mirada, lo bueno –dijo ella- es que hablas del hoyo y esas pendejadas; todavía no estas tan perdido como quisieras.

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