Ella me dijo, espérame al mediodía con dos vasos de ron; no te preocupes por mí, algún día los gusanos harán lo suyo. Salió dejando una red de olores, último regalo si no regresaba. Arrastró la puerta hasta que en el piso se dibujo la última seña de sus finos tacones, el sablazo de oscuridad en el amarillo de un foco de sesenta watts. Seguí tumbado en el frió del cemento por si el pinche foco explotaba o se iba la luz. De mañana el foco seguía en su lugar y en toda la habitación habitaban olores que jamás volvería a saborear, por que el último que fijé en mi memoria partió ayer con una bolsa roja sin plástico en las asaderas, sus lápices rojos para la boca y la libreta que alguna vez prometió regalarme. Partió con miles de destellos en los ojos, un futuro lleno de luces cegadoras y colores vivos, muy diferentes a los grises que siempre dijo ver en mi vida; aun así los grises son colores, replique varias veces, si pero pocas veces son agradables era su respuesta. Tenia que salir a buscarla o, simplemente, romper ese pinche foco; si antes la encontraba también le partiría la madre. Lo romperé con mi zapato o con el shampoo que despide el aroma del olvido. Imagino que ella llega por la puerta del final del corredor, bañada en la blancura de la mañana, y en sus brazos trae una bolsa repleta de comida con el fondo relleno de marihuana que compra al jefe de cerillos del wallmart. ¿Que pensaría si me encontrase tirando vidrios por todas partes y regando su galón de shampoo olor lavanda? Dios, que pensaría.
Tengo hambre y aun no llega con la comida, pero en el momento que atraviese esa puerta le llegara, de bienvenida, su pinche shampoo con mis orines, será una cachetada, castigo, reprimenda, aliciente para seguir a mi lado.De noche desperté de nuevo, salí al pasillo del edificio, voltee para ver si aun estaba ahí el desdichado foco; si, estaba changándole la madre a dos palomillas que se daban de topes. Merecía morir, primero él y después ella.
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