24.11.05

La mayor parte de las veces tenemos una absurda necesidad de acarrear con las navajas propias de las relaciones de poder cuando, simplemente, nos comunicamos con personas apenas conocidas por su nombre. Igual pueden ser costumbres en la procreación de amenazas o sogas de fantasía, prestas para que tu imaginación se sienta atrapada por el cuello.
Azotado por los miedos propios del protagonizar una persecución, ilusoria por supuesto, en el bloque de casas grises que lagrimean cemento por sus resquicios, piensa que el par de borrachos traerán algún objeto filoso, oxidado y percudido por la sangre de otros. No puede voltear, si ellos no están tan cerca de él su momento se extinguirá. Mejor amplifica sus vulgares carcajadas y apuesta a que están a menos de diez pasos. Espetan advertencias: corre, corre, más te vale estar en tu casa; te va a cargar la chingada. En su primera persecución no podría faltar tal grito de guerra. Ya puede sentir la navaja que se hará camino en su piel, la parálisis consecuente a la nueva abertura de su costado y algunas patadas en el pecho, flemas en su cara, cerca del ojo derecho. Piensa: no debo correr. La verdad es que no puede hacerlo.