20.4.06

La mujer que hace la limpieza dejó debajo de mi almohada sus pantaletas. Olían como una portentosa noche en el metro Pantitlan, en hora pico. El estilo clásico del encaje invitaba a la anonimidad de su dueña; pero en este caso no podía ignorar los antecedentes de ella. Adolecía de cualquier atractivo. Sus brazos tenían una textura de callos, las piernas parecían de policía de transito, sus curvas habían sufrido un alargamiento lineal, usaba peluca, y sus ojos, carajo, amenazaban con salir de sus parpados en cualquier segundo. Imaginé su vagina como una plasta de lodo en la entrepierna. Me acosté adivinando la hora y el lugar en el que, ella, había procreado al hijo que ocupaba un cuarto en una granja. Para generar otro ser humano la ciencia nos ha demostrado que se necesitan de dos personas, bajo algunas excepciones que existen en los relatos fantásticos, por ejemplo: el fundador de la mayor iglesia que el mundo halla conocido, y el hijo de la mujer que tiende mi cama. Sé que al final con las luces apagadas uno puede fingir demencia, pero no creo que sean capaces de sacar de su mente la imagen de Sara. Soñé con un trasero lleno de escamas arriba de mi cintura. Unos labios masajeaban mi lengua con pequeños vellos. No pude hacer nada más que voltearla, plantar sus rodillas en el suelo, y empezar a sentir la rugosidad de sus caderas en mis manos. Desperté y era domingo. El trabajo no demandaba mi presencia. Cargaba ochenta pesos en el bolsillo. Estaba solo en un cuarto de veintiocho metros cuadrados. Prendí la video, puse play, tomé el teléfono. La música incidental de la porno me tranquilizó. Hola, está Sara.

5.4.06

El día que conocí a mi primer puta me dio diarrea. Triste, pero así fue. Pensaba que el animo se me iba a ir; pero de repente la calentura y el anonimato de una avenida me dieron el valor que necesitaba. Tenía a dos candidatas que se disputaban mis queréres (billetes de cincuenta pesos). Una contaba a su favor una estrecha cintura y tacones muy puntiagudos, la otra teñía su cabello de rojo y era de piel pálida. Fue una larga elección. Di un gran número de vueltas a la manzana hasta que un tercero eligió mi destino. Un hombre de mediana estatura y cejas espesas me arrinconó en la cortina de un local. Eres policía o puto, dijo. Ninguna de las dos, pero si me pone a elegir prefiero ser la segunda opción. Dijo que no era un supermercado, para andar viendo como lelo, después me ayudo a elegir. Dos billetes colmaban mi bolsillo derecho, setenta para la prostituta y treinta para el taxi.

Subimos las escaleras del edificio. Las agujas de sus talones me hacían sentir orgulloso y sin pena por llevar a mi casa a una prostituta llena de granos. Setenta pesos por tres horas; no es totalmente blanca, pero, como ya mencioné, tiene cintura de africana. No supe como era el protocolo, ni los tratos y permisos otorgados, entonces la toqué como acostumbraba hacer con mis novias. Ella se reía, me miraba tiernamente cuando mi mano danzaba entre sus muslos. Destapé unas latas de cerveza, y al regresar su falda, suéter, y pantaletas, yacían sobre el buró. Se me hizo ridículo que no se quitara el sostén. Mi primera puta cogía como mis novias: no hablamos, ella gimió, yo sude, machamos las sabanas de amarillo nicotina, derramamos pasiones en la almohada. Un día Liliana me dijo que no encontraría una mujer como ella en toda mi inútil vida. Esa noche comprobé que Liliana era tan puta como las profesionales; lo malo era que ella no lo sabía.